viernes, 18 de junio de 2010

Reflexión Domingo 20 de Junio 2010. XII Teiempo Ordinario Ciclo C


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Las lecturas de hoy nos invitan a recordar a Jesucristo como Mesías. Fijémonos en el Evangelio cuando el Señor pregunta a sus Apóstoles quién creen ellos que es El. Y Pedro, inspirado directamente por el Espíritu Santo, reconoce al Señor como el Mesías, como Aquél a quien todo el pueblo de Israel -el Pueblo de Dios- había estado esperando por siglos.

“Mesías” significa “Ungido”. Pero el significado de la palabra “Mesías” es mucho más profundo que esto. Desde los primeros libros de la Sagrada Escritura vemos que el Pueblo de Dios esperaba al Mesías prometido. Y Dios va renovando y recordando esa promesa a lo largo de todo el Antiguo Testamento.

¿Qué sucedió? ¿Por qué Dios prometió al Mesías? ¿Por qué tanta expectación?

Recordemos que Dios había diseñado un plan maravilloso al colocar a la primera pareja humana en un sitio y un estado ideal de felicidad: el Paraíso Terrenal o Jardín del Edén. Pero nuestros primeros progenitores se rebelaron contra Dios, su Creador, y perdieron ellos, y nosotros sus descendientes, esa inicial condición de felicidad perfecta en que Dios los había colocado.

En ese estado de felicidad inicial los seres humanos gozábamos de privilegios especiales. Entre otras cosas, ni sufríamos, ni nos enfermábamos, ni moríamos. Además teníamos una tendencia natural a hacer el bien, un mejor conocimiento de Dios del que ahora tenemos, una relación de mayor intimidad con El.

Pero Dios, que nos creó para que pudiéramos disfrutar para siempre de su Amor Infinito, no quiso abandonarnos, ni dejarnos en la situación en que quedamos, sino que preparó y diseñó un Plan de Rescate para la humanidad.

Y ¿en qué situación habíamos quedado? Los seres humanos habíamos quedado sometidos a la esclavitud del Demonio, por haber aceptado Adán y Eva la proposición que éste les había presentado en contra de Dios, cuando se encontraban en ese estado de felicidad perfecta y de amistad con su Creador.

Podríamos decir que quedamos, entonces, en una situación de secuestro. Y Dios decide salvarnos. Y Dios decide salvarnos ... El mismo.

Es así como Dios viene a hacer por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros mismos: rescatarnos. Es cuando nos promete a alguien que vendría a salvarnos: nos promete un Salvador. (cf. Gn. 3, 15)

Por eso, el Pueblo de Dios -por siglos- esperaba al Mesías, al que vendría a salvarlos. Y en esa espera del Mesías se mueve el Pueblo de Dios durante siglos, guiado por los Patriarcas y los Profetas. Llega así el momento del rescate de la humanidad y Dios se hace Hombre, se hace igual que nosotros: se baja de su condición divina -sin perderla- y toma nuestra naturaleza humana.

Sucede, entonces, el misterio más grande del Amor de Dios, el más grande milagro jamás realizado: Dios se hace Hombre para salvarnos. Dios viene El mismo a rescatarnos de la situación en la que nos encontrábamos.

Y se inicia el Plan de Redención con el humilde “sí” de la Santísima Virgen María, al Ella aceptar ser Madre del Hijo de Dios, del Mesías que rescataría a la humanidad de la situación de secuestro en que se encontraba.

Ante esa espera milenaria del Pueblo de Dios por el Mesías que vendría a salvarlo, podemos imaginar, entonces, qué significativa y qué crucial era la respuesta de Pedro, que vemos en el Evangelio de hoy (Lc. 9, 18-24), reconociendo a Jesús como ese personaje especialísimo que todos esperaban.

Sin embargo, la sorpresa fue cuando Jesús, enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías que todos habían estado esperando por tantos siglos, les da la terrible noticia de que ese personaje especialísimo que ellos llamaban “Mesías”; es decir, El mismo -Jesús- debía sufrir mucho, debía ser rechazado por los jefes del pueblo, debía ser condenado a muerte, morir ... y luego resucitar.

Tan impresionados quedaron con lo del sufrimiento y la muerte de Jesús, el Mesías, que parecen no haberse fijado en la promesa de la resurrección. Esto es tan así, que si recordamos los textos de la Resurrección del Señor, vemos cómo más bien se sorprendieron y ni siquiera creían que Cristo había resucitado.

La verdad es que, aunque ya la idea de un Mesías sufriente que purificaría al Pueblo de Dios de sus pecados había sido anunciado por los Profetas, como vemos en la Primera Lectura de hoy del Profeta Zacarías (Zc. 12, 10-11; 13, 1)) el Pueblo de Israel esperaba un Mesías triunfante.

El Profeta Isaías, (cf. Is. 53) es elocuente en su descripción de los sufrimientos del Mesías esperado. Pero no se daban cuenta de que el triunfo mesiánico pasaba por la Cruz y que luego vendría la Resurrección. Lo expresa Isaías al final del Capítulo 53. Lo dice Jesús a sus discípulos en el diálogo que nos trae el Evangelio de hoy: sufrimiento y muerte; luego la resurrección al tercer día.

¿Por qué Jesús plantea a los discípulos el asunto de su identidad? Porque ya tenía que plantearles el asunto de su sufrimiento, muerte y resurrección, lo cual sucedería a los pocos días, al llegar a Jerusalén. Y era conveniente y necesario que supieran que, aunque fuera apresado, aunque sufriera y muriera, El era el Mesías esperado. Y les aseguró que resucitaría al tercer día.

Como los Apóstoles ya lo reconocían como el Salvador, el Mesías, debían saber y entender que no hay salvación si no se pasa por el sufrimiento. De allí que enseguida les informa –y nos informa- que también nosotros debemos recorrer el mismo camino: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.

Los sufrimientos de Jesús y su muerte en cruz, nos da la medida del precio de nuestro rescate: nada menos que la vida misma del Mesías. En efecto, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, paga nuestro rescate a un altísimo precio: con su Vida, Pasión, Muerte y posterior Resurrección.

Y ¿qué obtiene el género humano del Mesías?
El sacrificio de Jesucristo, el Mesías prometido y esperado, el Mesías reconocido por Pedro, re-establece para los seres humanos el derecho a heredar la felicidad eterna en el Cielo, que habíamos perdido. Y para ello nos proporciona todas las gracias necesarias para obtener ésa nuestra herencia.

Se lleva a cabo, entonces, el Plan de Rescate: la Santísima Trinidad en la persona del Hijo, el Mesías prometido y esperado, realiza el Misterio de la Redención.

Bien describe la Segunda Lectura (Gal. 3, 26-29) en qué consiste la salvación: los bautizados somos revestidos de Cristo, hechos hijos de Dios y herederos de la promesa de Dios: la felicidad eterna. Y la salvación es para todos: judíos y no judíos, hombres y mujeres, esclavos y libres.

¡Eso sí! Si bien hay una Voluntad de Dios general o absoluta: Dios quiere que todos los seres humanos nos salvemos (cf. 1 Tim 2, 4), hay también una Voluntad de Dios condicionada. Es decir, hay ciertas condiciones que debemos cumplir para obtener nuestra salvación: que aquí en la tierra busquemos y hagamos la voluntad de Dios.

Este seguimiento de la voluntad de Dios va desde evitar el pecado y arrepentirnos y confesarlo en el Sacramento de la Confesión si lo cometemos, hasta amar a Dios sobre todas las cosas y buscar en todo su Voluntad.

Veamos cómo resumió el Papa Juan Pablo II el Misterio de la Redención en una de sus Catequesis en la Plaza San Pedro (Miércoles 11-Junio-1998):

“La Pasión y muerte de Jesús es un inefable misterio de Amor, en el que están presentes las Tres Divinas Personas: El Padre tiene la iniciativa absoluta y gratuita. El es el primero en amar y, entregando al Hijo en nuestras manos homicidas, expone su bien más querido ... El Hijo comparte plenamente el Amor del Padre y su Proyecto de Salvación ... Y el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta auto-donación absoluta del Hijo para transformar el sufrimiento en amor redentor”.

Fijémonos, entonces, que el mismo Espíritu Santo que animó a Jesús a cumplir con la Voluntad del Padre en su misión de Mesías, en su misión de Salvación de la humanidad, el mismo Espíritu Santo que reveló a Pedro que Jesús era el Mesías prometido, es el mismo que nos anima a nosotros a cumplir la Voluntad del Padre, como El la cumplió hasta llegar a morir en la cruz para pagar nuestro rescate.

El rescate ya está pagado. Pero para ser salvados, Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados. Nuestra disposición consiste en cumplir en todo la Voluntad del Padre, igual que el Mesías.

Aprovechemos todos los medios que Cristo nos da para cumplir la Voluntad del Padre: los Sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía y el Perdón en el Sacramento de la Confesión. Ayuda muy importante es también la oración, la cual nos hace dóciles y perceptivos al Espíritu Santo, para ser llevados así por el camino de la Voluntad de Dios..

Con el Salmo 62 damos gracias a Dios y lo alabamos por todo lo que hizo por nosotros y por todo lo que nos da continuamente. También nos mostramos muy necesitados de El, pues sin El somos como tierra seca, necesitada de agua. Porque tenemos sed de El, lo añoramos y lo buscamos en la oración.

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